viernes, 7 de febrero de 2020

Dru y el poeta que quería morir de verdad, relato de Marta Antonia Sampedro y fotografía de Rafael Cruz


El verano está siendo suave. Normalmente los veranos del sur son muy sofocantes si nos llega el aire africano. Pero este año, como solemos decir, nos estamos salvando. Paseo como hago siempre por las calles. Las calles de donde sea. Sentirme vagabunda sin tener meta adonde llegar, y disfruto sin horarios. Hay charcos en las aceras y no ha llovido: es que las gentes riegan las plantas de los balcones; por norma general son geranios y jazmines. Las calles de todos los sitios no se diferencian mucho cuando se atiende desde el corazón, con la excepcional cuestión si son las calles de nuestro pueblo donde nacimos y crecimos. En esas calles de nuestra infancia todo es tomado desde otra visión emocional, porque aparecen, convertidos en espacios, personas y nosotros mismos: los pasados formados.
Entro a la iglesia de ese pueblo que no es el mío. Sé por qué entro a esa iglesia. Me siento ridícula. Pero continúo allí mirando las estatuas, las velas falsas de luz eléctrica con su depósito para echar monedas, esas majestuosas lámparas que podrían iluminar los cielos y la pila de agua bendita completamente seca. Hace días tuve un sueño con el nombre de una iglesia llamada como esta. Vi a un compadre y buen amigo en pie, rezando; y sobre él caía un haz de luz que se inyectaba sobre su cuerpo desde una de las vidrieras. Ni esa iglesia ni él se conocen entre sí. De modo que allí estaba yo, para confirmar los detalles del sueño. Me coloqué en la misma posición que vi dormida. Nada coincidía. Después me senté en una de las hileras de bancos de madera con reclinatorios de rezo; a contemplar el altar y sus dorados. No me impresionan. Todas las iglesias y templos me resultan similares. Y quedaba ya nuevamente confirmado que los sueños son las mayores de las libertades que un ser humano tiene en su mente. Después de tener conciencia de mi ridículo allí sentada en horario donde no había sino ambiente fresco y motivos religiosos, decidí marcharme. Pero en la salida, allí estaba él.
-No sabía que eras religiosa. Estoy conmocionado. A punto de llorar. ¿O, mejor dicho, podría ser… suspirar?
No le contesté. Cuando aparece, me inquieta. Y más si se lame sus patas de libélula. Para él será como quien se toca por hábito el cabello. Sus ironías ya las voy aceptando; son irremediables. Inclinado en la gran puerta, su altura aun así resulta enorme.
-¿Ya has comprobado que en realidad tu sueño te advertía de algo? Por eso estoy aquí. De otro modo no habría venido. Tengo muchos, demasiados quehaceres.
Su voz ronca, de árbol antiguo y quebrado. Su voz de cuento de miedo:
-Ya lo has experimentado en otras ocasiones. Y este también era un sueño sin sentido.
-Fue un sueño consentido. No es lo mismo.
Una mujer entraba a la iglesia y dejé de mirar la puerta hacia arriba. Él se apartó para dejarla pasar. Es demasiado humano para ser ángel. Su gesto caballeroso me sacó una chispa.
-Pero Dru, ¡si no te puede ver!- le dije con risitas.
-Yo a ella sí la veo. Y es muy buena persona- me contestó con tono excesivamente educado para ser cierto.
Todos los disparates regresan con él. En realidad yo me alegro de sus visitas. Pero nunca se lo diré. Los peligros de los que me protege, no tienen demasiada trascendencia para una poeta que odia la luna.
Me senté en unos de los bancos de la plaza y allí se sentó a mi lado. Y digo sentar por costumbre en decirlo, porque su cuerpo parecía un alambre de grosor extraordinario intentando empaquetar el banco. Esperé a que no me viesen de cerca los paseantes, para no hablar sola.
-Bueno y ahora dime qué peligro me acecha. Porque tu visita, como siempre, me resulta de un mal presagio. Y deja de lamerte las patas, por favor. ¡Ya!, ¡para, Dru!
-Me podré lamer las patas cuando lo desee. Donde tú ves patas, yo siento alivio. Soy un ángel. También tengo mis debilidades.
-Está bien. Disculpa.
Ciertamente una piensa que tal vez los ángeles son seres sin pasado. Pero incluso este ser creado, sin duda alguna por el surrealismo azaroso de la naturaleza, ha de tenerlo.
-Ya está refrescando y acaricia el aire. Es buen momento para conversar. No quiero que me interrumpas. Porque he venido a ti para un propósito muy serio y no deseo que alguien pueda verte hablando sin nadie. Los humanos, de tan majaderos, sois complejos. Si habláis solos, alguien lo considera locura. Locura, es algo mucho más terrible. ¿Hay algo más sensato, que hablar con uno mismo?
-Mejor que hablar con un ángel de los peligros.
-No tendré en cuenta tus timoratas observaciones.
-Gracias.
-Debes acompañarme a un lugar extraño. No te solicitaría que lo hicieras si dispusiera de otra persona adecuada; pero no conozco más poeta que logre verme y escucharme, que a ti. Aunque ya conoces mi juicio al respecto. Si eso que escribes es poesía, pues yo me considero el dueño de los agujeros negros.
-Gracias; siempre tan amable.
-¿Es correcto concretar a las diez de esta noche?
-¿Y por qué lo preguntas? Apareces igualmente cuando quieres. Pero dime a qué tengo que ir contigo. De un nuevo peligro no me has avisado todavía. No me dejes con recelo.
-No corres peligro… directamente. Pero sí en cierto aspecto, digamos, de poeta vocacional.
-¡Ya era hora de que aceptases que mi vocación es ser poeta! ¡Qué halago al fin! Esto habrá que celebrarlo.
-No es halago; no seas presuntuosa. Se trata únicamente de una fórmula para convencerte. Adiós.
Así, adiós, sin decirme cuál es el peligro. Me quedé sola en el banco. Mirando la iglesia en frente. Con las ramas de los naranjos revueltos por los gorriones y las hormigas. Placenteramente. Aunque preferiría un horizonte al océano. De vez en cuando es agradable salir del interior. Aún pensando cómo era posible haber soñado con mi compadre y amigo Rafael Cruz iluminado por una, ya descartado el misterio, lámpara sospechosa. Y dice Dru que no conoce a más poetas que puedan verlo y escucharlo. Me extraña. Un poeta es capaz de ver cuanto se proponga. Será más bien porque ambos nos entregamos algo. Quizás un trato normal y corriente.
Como quien espera la llegada de un conocido que no soporta, así me preparé yo un poco antes de las diez en la puerta de mi casa. A la defensiva y con una intriga propia de los relatos de castillo destartalado y luna llena. Se presentó sin saludar al menos.
-Vamos- me ordenó sin más preámbulos.
En el silencio de la noche, caminando hacia las afueras y callados, escuchaba los lametones a sus patas. No me quejé; porque ya me había revelado que era su debilidad de ángel. Los árboles descansaban del calor diurno, y una suave brisa estival hacía que las hojas manifestaran un lenguaje que adormecía. Señaló un montón de grava y me indicó:
-Nos quedaremos aquí.
Igual que los aficionados a la astronomía. En la oscuridad cortada por la luna, esperando a que pase una estrella fugaz o un fantástico cometa y aviones que van a todas partes que desconocemos. O dos chiflados de remate. Incluso reclinado en el suelo, Dru hacía tres cuerpos de los míos.
-¿Y ahora qué hacemos?- pregunté, expectante.
-Ahora cierra los ojos. De paso puedes aprovechar que no verás la luna.
Ante mí una puerta abierta y una estancia rectangular. Dru estaba a mi espalda. Se escuchaban unos susurros de llanto, aunque no se podía saber su procedencia. Pero era el único habitáculo que se veía, por lo tanto era de ese lugar.
-Debes entrar- me indicó Dru-. Yo te esperaré. Ve. No temas.
Y sin rebelarme y sin miedos, traspasé.
Era una habitación alargada, con las paredes y el techo de piedra burda. Ninguna ventana o cavidad que la permitiera deslizarse; pero había luz natural, semejante a los atardeceres de otoño. A ambos lados una fila de bancos de una sola pieza es todo cuanto de útiles tenía. Y sentados en ellos personas ancianas vestidas con harapos que comenzaron a mirarme con gesto indiferente. Eran siete o nueve personas. Los miré mientras caminaba cautelosamente ante ellos. A algunos los reconocía. Eran ancianos cuando yo aún era pequeña. Recordaba sus caras. Dos vecinos, una tía mía, la abuela de una amiga de la infancia. A los demás nunca antes los había visto. Ninguno de ellos lloraba. Y al fondo a la izquierda, había otra persona sentada inclinada hacia la pared. Por qué esta persona no muestra su rostro. Me aproximé. También vestía jirones oscuros. Escuché un leve gemido. Le toqué el hombro.
-¿Eres tú el poeta?- le pregunté notando la aspereza de sus vestidos.
Volvió hacia mí su rostro.
-¡Yo soy el poeta!- me gritó con rabia-. ¡El poeta! ¡Quiero morir de verdad! ¡Sácame de aquí!
Sentí un temor que me paralizó por su semblante y los alaridos.
En su cara había señales de cadáver. Sobre sus ojos blanquecinos, hundidos e inyectados de enojo, resaltaban dos líneas muy gruesas de cejas de carbón que le ocupaban buena parte de su frente. Apenas tenía cabello y el cráneo asomaba irregular. El resto del cuerpo lo ocultaban las ropas y estaba descalzo, con los pies a salvo de la muerte, así como sus manos, que tenía finas y dedos azulados. La piel estaba momificada, pero aún conservaba el aspecto y rasgos del hombre que en vida debió ser. Lo imaginé alto, delgado, cabello lacio y claro, ojos verdes. Para no dejarme llevar por la realidad que tenía ante mí.
Me senté junto a él, a su izquierda. Continuaba llorando. Unos gemidos de agotamiento traspasaban los tiempos y no puedo precisar cuánto transcurrió hasta que me preguntó:
-¿Tú también eres poeta? ¿Por eso estás aquí?
Miré las piedras toscas de las paredes; miré a los ancianos que continuaban sentados observándome con desinterés por mi presencia.
-Sí. También yo soy poeta. No muy buena. Pero este lugar no sé qué lugar es.
-¿Estás viva?- se sorprendió.
-Sí. Lo estoy. Eso creo al menos. Viva- contesté repasando la estancia.
Dejó de gemir. Y ahora que lo miraba fijamente, no había rastro alguno de líquido de lágrimas en su cara; sus lágrimas eran vacías.
-Cuando yo viví, como persona quise muchas veces morir. Cuando tuve grandes dolores, lo pensaba. No recuerdo esos dolores. Ahora sólo siento un dolor pero mayúsculo. Cuando escribía mis obras, la muerte era siempre un tema muy repetido. La paz, la eternidad, el cielo, el infierno, el mal y el bien, el amor, el odio… Qué poeta no piensa en esas cosas que yo ahora ya no sé qué son. Sólo me quedan palabras sin los significados.
-Los poetas…, y también los charlatanes repiten.
Sonrió. Pude comprobar que sus dientes estaban ahí, detrás de sus labios finos y resecos. Sonreímos.
-Qué cosa tan rara. Me has hecho recordar las religiones. Están llenas de charlatanes. Nunca me pudieron convencer de creer en Dios.
-¿Crees que estás aquí, porque no crees en un dios? Nadie tiene la obligación de creer en dioses, los poetas menos todavía. Por la naturaleza nos ha sido regalado un don especial, el de la libertad de imaginar y de pensar. Y si hay Dios, él lo comprenderá. Y si no hay Dios, la preocupación debe ser ninguna. No debes sentir resquemor por nada de eso. Es absurdo. No tengas pesar.
-Pues entonces será por mis obras. Tan pésimas serían. José se dedicó a los libros; y sin embargo ya no recuerdo lo que yo escribía. Sólo quiero morir; es mi ruego eterno: morirme de verdad. Sácame de aquí. Te lo ruego.
Su mano estaba templada y escasamente la envolvía piel.
-¿Te llamas José? Es un nombre hermoso.
-Es lo único que recuerdo, mi nombre.
-Yo también escribo. Y cuando muera no importará qué escribo. Tampoco a ti debe ya interesarte. Dejaste tus escritos en los lectores y en tus seres amados. Leer poesía va siendo cuestión marginal, quedan pocos lectores. Los poetas quedamos retratados en sinceridad. Es decir damos la cara, al frente honestamente, y en ocasiones quedamos señalados como si fuésemos grandes enemigos de la humanidad.
Volvimos a sonreír.
-Eres poeta de las malas.
-Soy poeta de las malas.
-Puede ser que en vida yo también lo fuese, un mal poeta.
-Y puede ser que no.
Hubo un silencio. Nos quedamos pensativos y serios.
-¿Y por qué lloras tan desesperadamente?
-Ya te lo he dicho: porque quiero morir de verdad.
-¿Y qué quieres decir con morir de verdad?
Me soltó la mano. Miró hacia las piedras.
-Morir. Ser nadie y nada. ¡Morir de verdad! ¡Mi corazón es lo que ruega, morir de verdad! ¡Sácame de aquí!
Con ese pesar del poeta desdichado, dirigí la mirada hacia los ancianos. Entre ellos, sentado, vi a Dru. Su cabeza rozaba las piedras del techo. Estaba muy serio y no gesticulaba nada, no me ofrecía ninguna indicación. También parecía indiferente, porque ni siquiera se lamía las patas.
-Quieres morir de verdad. Eso ya lo he comprendido. Pero me alivia ver que ya no lloras. Es buena señal, José.
-José es mi nombre. Sólo sé mi nombre. Y también que soy poeta, pero no recuerdo ninguno de mis escritos. Te ruego que me saques de aquí, a morirme de verdad.
-No tienes que rogarme. Un poeta no ruega. El poeta da por hecho.
Vimos antes su sombra que su cuerpo. Una figura muy alta se aproximó a nosotros y miramos hacia arriba.
-La paz te cuide, José. Soy Dru, el ángel de los peligros.
-No sé lo que es un ángel. Sólo sé mi nombre. José.
-He venido acompañado por esta poeta. Es mi deseo que no te haya recitado algunos de sus horrendos poemas. Si ha sido así, te pido perdón.
-Habría sido muy bonito escuchar poemas, incluso horrendos- contestó José-. Porque ya no recuerdo qué es un poema.
Dru negó con la cabeza aquella afirmación.
-Un poema es lo que escriben las personas sensibles, rebeldes, inteligentes y buenas, como tú lo fuiste en vida. Y tuviste la mala fortuna de tener en cuenta la maldad que enseña el humano, a todo humano al nacer: que existe el infierno y existe el cielo; hasta inventaron un purgatorio, si es que ya había pocas nefastas opciones. Si haces esto o aquello, tendrás aquello o esto. Un trueque moral. Cuestión de clientela para agrandar los grupos. Pero la nada es lo único que existe, José. Esa nada es un derecho natural. Tú también lo tienes. La vida te lo concedió al nacer. Y yo, ángel de los peligros que existo por naturaleza, no puedo consentir esta desgracia y condena tuya por necedades que asumió como realidad, a pesar de tu resistencia, ese corazón.
-¿Y también esas personas lo son? ¿También eran poetas?-señaló José al lugar donde estaban los ancianos.
-¿Qué personas?
Las líneas de madera estaban vacías. De los ancianos no quedaba rastro alguno.
-Se han marchado. Me hacían compaña. Qué será de mí ahora. Solo, sin que nadie escuche mi sufrir.
-¿Los conocías? ¿Eran familiares o amigos tuyos?
-Me sonaban sus caras de algo, pero no sé quiénes eran. Sólo recuerdo mi nombre. José.
-No estás solo, José. Estás con nosotros. Ven; vayamos hacia la puerta. Salgamos.- Dru tomó entre sus patas el cuerpo cadavérico de José. El poeta se dejó llevar. Sus piernas y sus brazos caían igual que un árbol seco del cuerpo enorme de Dru. Un gemido de llanto distinto al anterior, se escuchó en la estancia hacia la salida.
-No llores, hijo de la vida- lo tranquilizó Dru-. Cesará este martirio cruel que te marcaron en tu noble corazón.
-Al fin tengo lágrimas en la cara y me mojan los labios. Estoy recordando el sabor del agua del mar. ¿Qué es el mar?, ¿qué es el agua?, ¿qué es la sal? Yo soy José.
-Sí que recuerdas, José, lo que es un poema- le dije, emocionada-. Un poeta jamás lo olvida.
Tras la puerta, un pasillo del que no se percibía el fin, traía en el aire un libro cerrado con las portadas en blanco, y otro y otro de igual modo, que se unían entre sí a nuestro paso. La oscuridad era considerable. Dru me avisó:
-No avances más. Espérame aquí.
Aquí, dice; en la oscuridad. Y viendo libros en vuelo. Bueno, no tengo más remedio que confiar en él. No era momento de dudas relampagueando temores.
-Adiós, poeta José.- Le acerqué mi mano a la suya, pero su cuerpo ya no era cuerpo y quedó mi mano sola en el ambiente-. Me alegro mucho de haberte conocido. Siempre te recordaré.
-Adiós, poeta. Yo ya sólo recuerdo mi nombre.
Se adentró Dru en más oscuridad con José llevado entre sus patas, atrapado en un gigantesco abrazo. Los libros de portadas blancas comenzaron a brillar hasta obligarme a cerrar los ojos por la inmensa claridad. No puedo calcular el tiempo que me supuse sin ojos teniéndolos, hasta el instante cuando hube de abrirlos al escuchar la voz ronca de Dru.
-Ya descansa. Ha muerto de verdad.
Sentí mucha pena por él. Como si al conocerlo lo hubiese considerado vivo y de repente ya no lo estaba. Pero también el consuelo.
-Marchémonos- dijo Dru-. Ya hemos concluido nuestra labor. Él regresó a su mayor deseo: al aire de su pueblo de nacimiento.
Sentados sobre la grava de nuevo. Aún de noche, con la luna molestando a una poeta que la odia.
-¿Por qué odias la luna?
-Porque me impide ver bien las estrellas.
-Y en la oscuridad, si no hay luna, ¿con qué verías?
-Bueno, del todo no la odio. La saco a relucir en muchos textos.
-Ya. Lo clásico de los poetas simples. Luna lunera… Qué vulgaridad.
Los cielos negros nos protegían con nebulosas y sin vía láctea. Pero en el corazón llevábamos el misterio de haber conocido a un poeta que estando ya muerto quería morir de verdad.
-Esos ancianos te miraban también a ti. Como si te reconociesen. ¿Eran conocidos tuyos?
-No. Nunca los había visto.
-Lo dudo mucho. Precisando: que me ocultas la verdad.
-Serían conocidos de José; él mismo dijo que le sonaban sus caras. Que lo acompañaban en su desgracia.
-De eso estoy seguro. Pero algo te guardas y no quieres decírmelo.
-Tienes razón.
-¿Sabes que Pedro negó a Jesús?
-Pero luego se arrepintió. Yo puedo hacerlo también cuando quiera.
-Poeta insolente.
-Todas las mañanas cantan los gallos.
Dejando atrás la oscuridad llegamos a las calles, los edificios, los automóviles, las farolas, que amarilleaban, dando un aspecto de cuento muy tradicional. Al pasar por la iglesia visitada en la mañana anterior, volví a pensar en la luz especial sobre el cuerpo de mi compadre y amigo Rafael.
-Dru, ¿crees que desde donde no hay luz, se puede recibir? Es decir, si no hay luz, ¿cómo se va a poder iluminar a alguien o algo?- yo aún seguía sin encontrar respuestas al sueño.
-¿Y has pensado, alguna vez, que la luz también puede emanar, en vez de tener tan sólo la característica mínima, de recibirse? El egoísmo humano no tiene remedio. Cada día me alegro más de ser un ángel.
-Y luego me dices que yo soy la presuntuosa.
Amanecía cuando yo repasaba cómo desaparecían las últimas estrellas y los murciélagos y anunciaban otro día las primeras golondrinas. Escribiendo, con la naciente claridad, este relato de los hechos sobre el deseo rogado a llanto del poeta José; el poeta que sólo recordaba ya su nombre y que al fin pudo morir de verdad.




© Marta Antonia Sampedro Frutos (2019)
© Rafael Cruz

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