sábado, 13 de octubre de 2012

Proceso a una poetisa, fotografía de Rafael Cruz y poema de Marta Antonia Sampedro


Declaró ante todos los presentes
que la acusada lo amenazó con versos,
y no tuvo más alternativa que leerlos
al dispararle ella
proyectiles de repetición.

Presionado por la palabra escrita
herido fue por besos bajo presión,
acorralado en naranjos, olivos y álamos,
ríos, charcos, águilas, sapos
y demás testigos silenciosos.

Hipnotizado con poemas aderezados
para atraerlo a sus brazos la amó,
lo reconoció el denunciante,
pero sólo por escasez de experiencia
con las letras escritas.

Consolado por partidarios
de la prosa numérica
especificada en tíquets y facturas tomó tilas, manzanillas y derivados
para continuar su grave ponencia
de víctima del abecedario.

Que, a pesar de sus matinales mensajes
por colaborar voluntariamente a las artes,
insistía ella en amarlo con su ser
(todos los presentes partidarios de él
a la cabeza se echaron las manos),
susurrándole que sus tiempos eran
su cuello y cabellos trigos y ralos
(ordenaron protección a menores
ante detalles tan rapados),
y que ni pensarlo iba a olvidarlo
(textualmente no recordaba las palabras
por ser él de ciencias
y el estrés ocasionado).

Acosado por los poemas de la acusada
cambió su concepto personal de noche,
y en vez de dormir hacía el amor
también durante el día,
en la cama, en el baño, en el coche.

Se emocionó tanto al recordarlo
que la señalada deseó besarlo
(los guardias la esposaron
por temor a desacato).

Los partícipes de su bando
anulaban sus oídos,
y la inyectaban lecciones mudas
en bombarderos de papel,
mientras yo escribía en crónicas
sus angustias
de hombre secuestrado por mujer.

Se lamentó de que sus palabras a pólvora
aplazaran sus citas al cardiólogo,
neumología, endocrinólogo,
dermatología, homeópata,
otorrinolaringólogo o callista,
y se disparasen sus cifras
en pensamientos y cenas
bajo el cielo,
helados de nata y fresas,
ropas nuevas y visitas al dentista,
furtivos viajes a aguas cristalinas,
y que allí estaban reunidas
las pruebas a cuadrículas,
para demostrarlo:
estaba más sano de milagro.

Era la letra de ella.
Su armamento y estilo
de amarlo.
No podía negarlo.

Tan ciertamente real,
que su abogada defensora
por oficio la escrutaba
con cara de difícil caso,
pero la interrogaba el fiscal
por lealtad al protocolo antipoetisas,
y no negarle sus derechos de letrista
sin licencia legal escrita.

“Lo confieso”,
contestó con atómicas risas
al interrogatorio
abortista de poesía;
“son letras mías,
tienen destellos de verano
la hache de hombre él
y de mujer la eme mía,
y víboras son las eses
con veneno de vida”.

Silencio en la sala.
A ver qué más decía
en contra de sí misma.

“Te enviaré nuevos versos
con matasellos
de corazones a tinta,
porque te amo
digas lo que digas”
(qué murmullo de escándalo
provocó tal amenaza
en el bando antiterrorista).

El juez continuó
rellenando crucigramas
sin llamar al orden.

Sus partidarios,
bohemios, cantautores,
gente proscrita,
bostezaban más que aplaudían,
tanto se aburrían
que finalmente quedó sola
con sus proyectiles anticuentas.

Analizó la fiscalía:
Culpable por utilizar
armas no controladas,
aromas y bioquímicas.
Inocente el hombre
por enajenación mental
transitoriamente incompetente.

De amor no conveniente
las pruebas concluyentes.

El juez expresó:
¡Lugar donde se cumplen los sueños!
¿Alguno de los presentes
puede darme una verdad?

Ella contestó: El corazón.

Recibió sanción
(permitida pague a plazos
por su veterana pertenencia
a la estricta Academia de Asaltos).

Su abogada recurrió la sentencia
al Tribunal Superior de Prosa Poética.

Están estudiando su legalidad
en las urgencias judiciales
de Artistas Enamoradas Progresistas.

En su condena provisional,
y mientras decidan
firme sentencia,
ella le envía poemas anónimos
en postales de Singapur.

Con matasellos
de tinta a corazón,
que él relee y guarda
como pruebas.