Declaró
ante todos los presentes
que
la acusada lo amenazó con versos,
y
no tuvo más alternativa que leerlos
al
dispararle ella
proyectiles
de repetición.
Presionado
por la palabra escrita
herido
fue por besos bajo presión,
acorralado
en naranjos, olivos y álamos,
ríos,
charcos, águilas, sapos
y
demás testigos silenciosos.
Hipnotizado
con poemas aderezados
para
atraerlo a sus brazos la amó,
lo
reconoció el denunciante,
pero
sólo por escasez de experiencia
con
las letras escritas.
Consolado
por partidarios
de
la prosa numérica
especificada
en tíquets y facturas tomó
tilas, manzanillas y derivados
para
continuar su grave ponencia
de
víctima del abecedario.
Que,
a pesar de sus matinales mensajes
por
colaborar voluntariamente a las artes,
insistía
ella en amarlo con su ser
(todos
los presentes partidarios de él
a
la cabeza se echaron las manos),
susurrándole
que sus tiempos eran
su
cuello y cabellos trigos y ralos
(ordenaron
protección a menores
ante
detalles tan rapados),
y
que ni pensarlo iba a olvidarlo
(textualmente
no recordaba las palabras
por
ser él de ciencias
y
el estrés ocasionado).
Acosado
por los poemas de la acusada
cambió
su concepto personal de noche,
y
en vez de dormir hacía el amor
también
durante el día,
en
la cama, en el baño, en el coche.
Se
emocionó tanto al recordarlo
que
la señalada deseó besarlo
(los
guardias la esposaron
por
temor a desacato).
Los
partícipes de su bando
anulaban
sus oídos,
y
la inyectaban lecciones mudas
en
bombarderos de papel,
mientras
yo escribía en crónicas
sus
angustias
de
hombre secuestrado por mujer.
Se
lamentó de que sus palabras a pólvora
aplazaran
sus citas al cardiólogo,
neumología,
endocrinólogo,
dermatología,
homeópata,
otorrinolaringólogo
o callista,
y
se disparasen sus cifras
en
pensamientos y cenas
bajo
el cielo,
helados
de nata y fresas,
ropas
nuevas y visitas al dentista,
furtivos
viajes a aguas cristalinas,
y
que allí estaban reunidas
las
pruebas a cuadrículas,
para
demostrarlo:
estaba
más sano de milagro.
Era
la letra de ella.
Su
armamento y estilo
de
amarlo.
No
podía negarlo.
Tan
ciertamente real,
que
su abogada defensora
por
oficio la escrutaba
con
cara de difícil caso,
pero
la interrogaba el fiscal
por
lealtad al protocolo antipoetisas,
y
no negarle sus derechos de letrista
sin
licencia legal escrita.
“Lo
confieso”,
contestó
con atómicas risas
al
interrogatorio
abortista
de poesía;
“son
letras mías,
tienen
destellos de verano
la
hache de hombre él
y
de mujer la eme mía,
y
víboras son las eses
con
veneno de vida”.
Silencio
en la sala.
A
ver qué más decía
en
contra de sí misma.
“Te
enviaré nuevos versos
con
matasellos
de
corazones a tinta,
porque
te amo
digas
lo que digas”
(qué
murmullo de escándalo
provocó
tal amenaza
en
el bando antiterrorista).
El
juez continuó
rellenando
crucigramas
sin
llamar al orden.
Sus
partidarios,
bohemios,
cantautores,
gente
proscrita,
bostezaban
más que aplaudían,
tanto
se aburrían
que
finalmente quedó sola
con
sus proyectiles anticuentas.
Analizó
la fiscalía:
Culpable
por utilizar
armas
no controladas,
aromas
y bioquímicas.
Inocente
el hombre
por
enajenación mental
transitoriamente
incompetente.
De
amor no conveniente
las
pruebas concluyentes.
El
juez expresó:
¡Lugar
donde se cumplen los sueños!
¿Alguno
de los presentes
puede
darme una verdad?
Ella
contestó: El corazón.
Recibió
sanción
(permitida
pague a plazos
por
su veterana pertenencia
a
la estricta Academia de Asaltos).
Su
abogada recurrió la sentencia
al
Tribunal Superior de Prosa Poética.
Están
estudiando su legalidad
en
las urgencias judiciales
de
Artistas Enamoradas Progresistas.
En
su condena provisional,
y
mientras decidan
firme
sentencia,
ella
le envía poemas anónimos
en
postales de Singapur.
Con
matasellos
de
tinta a corazón,
que
él relee y guarda
como
pruebas.
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