Yo y mis cosas,
me advirtió.
Y sus cosas qué importaban,
si era cuanto yo quería.
Su risa, su tristeza,
su pelo, su religión,
su ateísmo, su calvicie,
su salud, sus ideas,
su enfermedad, su indiferencia...
Ay, qué suerte ese etcétera
que con él apareciera:
la simbiosis, el parasitismo,
los paseos, los encierros
contando estrellas,
o cuanto quisiera
de esta mujer a su espera.
Pero sus cosas
eran su automóvil,
sus trapos con etiqueta,
sus casas y cartera,
sus hipotecas de vida,
y hasta su perra
con pedrigrí era él
para su pre-entrega.
Cuando entró a mi casa,
comparó qué era él,
qué yo era.
Se sentó en el sillón
(precisamente el que estaba roto,
era el único que había),
y el asa de la taza se despegó,
al calor de un hirviente café.
Yo me reía con él.
Y él lloraba conmigo.
Para él, también yo era
yo y mis cosas,
incluida mi gata de yeso,
con los ojos de canicas verde y azul,
y me dijo adiós por las buenas,
ni siquiera un hasta luego,
nos vemos.
Qué podía hacer yo,
si no tengo más que letras
que necesitan de papel,
anticipado por colegas y poetas
(pero son muy buenos,
ni me lo apuntan, al menos).
Cuando devuelva mi préstamo
de dinas cuatro y bolígrafos,
le enviaré este poema.
Por si acaso ahora
sólo se tiene a él,
y mi gata lo aprueba
(lo arañó saliendo por la puerta).
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