Con el cuerpo al resguardo, entre los coches aparcados hundiendo la cabeza contra las ruedas, dormitaba sobre la acera humedecida por la madurez del otoño. Un hilo de saliva se posaba en su pecho como aceite espesado por el frío, y sus labios, espumosos, se movían al compás de sus inapreciables ronquidos.
Despertaba con facilidad, y alguna vez, durante aquellas largas horas, hubo de espantar el chillido de las ratas que se le aproximaban, provocando que el sonido agudo de su garganta se incrementara en el silencio de la noche, produciendo violentos maullidos, o escupiendo saliva para amedrentar a las rabiosas fieras. Y volvía a dormirse con cierta placidez, calculando en su espera cuánto tardaría en arrimarse nuevamente el perro en busca de calor; pero se retrasaba, tal vez anduviera lejos, olisqueando huesos entre las basuras, o rasgando carne podrida del supermercado de la calle de más abajo. En su cerebro aguardaba las circunstancias del tiempo al unísono: consciente de que dormía, sabiendo que continuaba la vida en aquel lugar exacto. Unos pasos allá, en el fondo de la calle: ya cerraba sus puertas la cafetería; sus cierres chirriaban y chirriaban de esquina a esquina; después la cadena, seguidamente el cerrojo, y Lengua de Uva intercalaba en sus sueños, de un modo ordenado que sólo ella comprendiera, la realidad y la fantasía. A eso de las dos el camión de la basura: motor acelerado, el humo llega a su nariz, y aun así quietas las ruedas, y vocerío de gentes despiertas oliendo el repugnante perfume de los envases de plástico, asiéndolos con sus manos enguantadas unos hombres muy sucios. Hacia las cuatro, regresaría el hombre del almacén de al lado. La puerta de chapa arriba, después abajo y de pronto la luz iluminando, a través de los hierros altos, un techo de uralita. Más tarde, sobre las cinco, mientras nuevamente sueña que una mujer sin rostro le cubre el cuerpo con una manta muy suave y caliente, dos personas saldrán del portal número ocho, siempre hablando a voces, con las gargantas despiertas, cada día arrabaleando como si fuesen las doce del mediodía, las siete de la tarde, justo en el momento en que la mujer del sueño se aleja cuesta abajo, parece que vuela, hasta llegar a la plaza de un pueblo desconocido que intenta identificar, pero aparece una sombra, que le dice que se aleje de ese lugar, y Lengua de Uva corre y corre, sube jadeante la pendiente; los pájaros comienzan sus sones de alborada, y ella corre y corre y continúa corriendo hasta que la garganta se le reseca, los ojos le queman tanto que se unen al sudor salado de la frente, y entonces mueve en su boca la saliva, que está apresada entre sus dientes. Oye decir “Buenos Días, Carmen”, y sin abrir los ojos ve al panadero salir del coche, qué ruido, qué estruendo a motor viejo, qué voz tan vulgar y corriente para ser una visión. Ve sacar los sacos de papel, colocarse bien las lentes de miope, y Lengua de Uva prosigue el sueño: lo había dejado inerte, justo en el momento en que escondía, bajo la almohada hinchada, un diente. Ve a su madre en la alcoba, colocándole el pijama de muñecos, “Qué grande te estás poniendo”. Paso a paso se extiende el camino de escolares: lo sabe, porque a uno de ellos se le ha caído algo. “Es el papel de un dulce”, y oliendo a azúcar saborea el recuerdo de su madre, que continúa diciéndole “Qué grande te estás poniendo”.
Un sonido desagradable se aproxima: es la escoba del barrendero. Con sus púas, de pronto en su mente se reflejan sentimientos que no desea recordar, un tirón de pelos como puntas de acero, y Lengua de Uva se despereza, sintiéndolo mucho, pues ahora se hallaba en un patio, en campo abierto, intentando reconocer el aroma de un pozo, donde dos peces de colorines se enfrentan por una miga de pan que va contra corriente. Es divertido, a ella siempre le gustaron los peces, y es bonito verlos en sueños, pues sus colores pueden ser alterados, sus movimientos más o menos pausados, por la fantasía que dan los ojos cuando están cerrados. Estira sus brazos una, y otra vez al mismo ritmo: dos sures, dos estes, dobles nortes y oestes… Se da prisa, ya la escoba se oye más cerca. Antes de levantarse orina junto a una rueda, suspirando “¡Qué noche tan buena, he dormido como una criatura que nunca duerma!”.
Ya ha abierto la papelería; el dueño se estira el bigote, la mira con cara de abeja, y ella le saca su blanquecina lengua, color de cera; el hombre dirige sus ojos hacia otra parte, rumiando palabras que no se entienden, y Lengua de Uva se despereza, recuperando la ilusión de la otra noche: se despertaba y había tormenta: “Las nubes hacían mucho ruido, se alzaban sobre las voces de muchas noches, mojaban el pelo asqueroso de las ratas, las hacían desaparecer, espantaban al perro que no ladra y al panadero se le hacía migas el pan, ¡qué divertido fue, y además oxidaba los candados! ¡Qué sueño, qué lástima haber estado despierta!”.
Sigue el rastro de niños: un papel aquí, otro allá, y esa senda tan bonita, parece mentira que esté hecha al azar, la infancia es una provocación, hacer esas cosas para confundir la realidad y que los mayores puedan seguir sus pasos, mirar sus dedos de pinzas tiernas, de uñas brillantes, lisas, nacaradas, sus piernas cortas, sin medias enteras, calcetines hasta las rodillas, y sin embargo tan atrayentes para los hombres sin escrúpulos, que no sienten las náuseas, y esas bocas rosadas, sin pintar, de dientes por desarrollar, tan chicos y tan valientes para callar las cosas que se deben callar.
Llega a la escuela. A las piedras del edificio se les está oscureciendo el verdín; las últimas lluvias, qué blancas han dejado las aceras, para poder dormir sobre limpio, las baldosas relucientes, bicolor, alfombras junto a los pisos. Han pintado las ventanas de verde primavera. Los niños jalean en la puerta. Se dan patadas, se escupen, tiran sus mochilas y se miran el reloj, escuchan sus sones electrónicos, y ella permanece en la puerta de Cruz Roja, tras una ambulancia que está aparcada, justo enfrente; quiere poder escuchar lo que dicen algunas madres: pero, con el alboroto, sólo comprende bien la pronunciación de algunos nombres. Mira las ventanas de las viviendas de alrededor: todas tienen encendida una luz. Esa, por ejemplo. Es una bombilla pequeña, muy reluciente y de doradas transparencias. Pero desaparece, porque esa luz es el sol, ese inconsciente que quiere otro día, que se abre paso entre la mañana del otoño, que se ha ido a otro bloque más alto. Ya entran a la escuela los niños, y Lengua de Uva suspira, siente cómo se le hincha el pecho de aire frío, el vaho se apresura a escapar de su boca, porque, al fin, consigue verlo: va junto a los últimos, no habla con nadie, y es de los más canijos, ni siquiera lleva abrigo, y ella mira sin saber qué pensar esos pies chicos, un poco torcidos, la mirada hacia el suelo, tapada la frente con un vulgar flequillo que le hace las formas de las cejas. “Soñé que en mis brazos podrías soñar sueños que eligiéramos”, dice en voz baja, antes de ver su cuerpo desapareciendo hacia dentro de la escuela.
Lengua de Uva camina calle arriba. A lo lejos, ya no se ven edificios. Hoy ha decidido que antes de comer raíces y frutos del campo, lavará su desayuno en la fuente, pues se siente hinchado el vientre, y los ojos arenosos, sin deseos de moverse. Eso es: los lavará primero en la fuente, en La Hechizada. Es una fuente especial, solitaria y lejana, donde, en el silencio, sentada sobre el tronco de un olivo, a veces, cuando está más triste, se pone a llorar como ella quiere: entre sollozos que le nublan la vista vuelve a chuparse el dedo, ahí nadie la puede ver, para decirle que ya es mayor, una mujer de cuerpo entero, porque las curvas van tomando una forma bonita. “Vaya con la nena, que ya es una mujer”. También, en La Hechizada, un susurro aparece de pronto cuando eso ocurre. Es una voz de mujer muy serena, que calla esas mentiras, porque ella quiere chuparse el dedo una vez, y otra vez y otra, hasta dejarlo tan húmedo que ya ni lo pueda mover. “Esa voz que oigo me llama por mi nombre, ese nombre que olvidé cuando todo empezó de broma, como un juego al que nunca jugaré”.
Los árboles se agitan con suavidad, descargando hojas, sin molestar a nadie, ni siquiera a los vivos. Una túnica de amarillos y marrones es la alfombra del otoño. Bajo sus pies, crujidos de las hojas más muertas, y Lengua de Uva mira el horizonte, el cabello se le alborota, y siente que un sueño la reclama con urgencia, pide paso una ilusión, y entonces corre y corre a través del manto entristecido de la estación, para alcanzar la fuente, donde puede soñar mejor.
Hasta se le ha quitado el hambre y, tocándose para calmarlo, el vientre, se sienta en el tronco del olivo. Tiene una forma muy extraña, porque parece un brazo sin mano, alargado por plumas de hojas minúsculas, hacia el horizonte. Entre el canto del agua, incansable en su monótono charco, mira sus pequeñas manos; las lleva hasta su frente: pero el sueño no viene, y tan sólo, una vez más, siente ganas de llorar, un río quiere desbordarse, abrirse paso. “¿Quién fue quien nació por mí?”, se pregunta, apartándose de las mejillas el cabello. “¡Dónde estoy, si no es otra que no tiene cara, la que está sentada tantas veces delante del televisor, haciendo ver que estoy ocupada, y esperando con sudores fríos a que en su corazón suene una alarma callada, que chilla, y chilla más fuerte, y a pesar de eso no dice nada!”.
-Vamos, niña, que tu madre no está- oye detrás, a su espalda.
Los golpes le han enseñado a ser valiente, a no decir que no, bueno, que sí piensa que no, pero eso solamente dentro de ella, porque no quiere, pero sí, tiene que hacerlo. “Si chillara, quizá vendría mi madre, para que delante de ella le dé vergüenza. Pero ella no podría hacer nada, no, ¡y si se enterara!..., si se enterara me castigaría, como él dice, se enfadaría mucho, me diría marrana, dejaría de decirme esas cosas que me dice tan bonitas mientras la ayudo a hacer la cama, o le canto coplas aunque no tenga muchas ganas de cantarlas. No, no, no podría hacer nada, porque también la escucho llorar… Se mete en el cuarto de baño. Ella cree que está sola, a veces echa agua al retrete, para que, mientras se llena la cisterna, no se oiga cómo se le salta un hipo raro de la garganta, y se suena muchas veces la nariz, y tose. Luego sale, yo sigo barriendo, como si nada. Quiere que su voz sea como siempre, como cuando no llora; pero tiene la misma que cuando se resfría, y ella cree que yo no lo comprendo, pero su sonido es igual que cuando me dice lo grande que me estoy poniendo”.
-¡Papá!...
-¡Vamos, he dicho! ¿Es que no te acuerdas de lo que te hice el otro día, que tampoco querías? ¿Por qué no le haces caso a tu padre?
Él insiste, me enseña la vara de olivo. Le temo mucho, porque cimbrea; su ruido, al moverla, es como el sonido de una mosca gigante, me avisa del dolor que siento, y ni el aire fuerte o débil de ninguna estación puede con ella.
Lengua de Uva va detrás de él, que va hacia el cuarto. Cierra con llave, y ella siente los tiempos ya muertos, quietos en el tiempo de siempre, lleno de siempre, y sin más segundos por vivir que los momentos de ese instante.
-¡Qué cuerpo se te está poniendo! Ven, ven aquí… No digas nada, no digas nada y ven…
Desde el olivo, contempla las viñas.
“Con las hojas, si están lejos, no me pasa; pero, nada más ver las uvas, mi estómago las reconoce. Porque todo comenzó como un juego. Yo era una niña muy traviesa, veía dos mundos posibles, llenos de sueños, por eso siempre inventaba cosas, y mi hermano se reía mucho; entonces, mi madre aprovechaba sus risas para hacer comer otra cucharada de lentejas”.
-¡Mira, mira lo que hace tu hermana! ¡Y esto es un avión que va para tu boca! ¡Atención, señores!... ¡avión despegando del aeropuerto!
Entonces, en aquellos minutos vivos, los tres nos sentíamos felices, por un mundo creado durante unos segundos, expresamente para nosotros.
Pero, con las uvas, es distinto. Aquellas de la primera vez, eran muy hermosas, verde claro y jugosas. Tenían semillas duras que mi hermano se negaba a comer.
-Yo se las quito. ¿Ves mi lengua? Se mete en la uva…, se mete así… y se le sacan las pepitas, para que te las comas mejor. ¿Has visto qué bien?
La madre ríe mirando el techo, qué cosas tan ingeniosas se le ocurren a la niña; el hermano permanece atónito, porque su hermana es toda una sorpresa. El padre continúa mirando la televisión. Es tiempo de uvas y, al día siguiente, los racimos están de nuevo, de postre, sobre la mesa. Pero ese tiempo lo cortan de un solo tajo las palabras duras.
-¿Pero es que eres imbécil, o qué?- protesta el padre-. ¡Deja de hacer eso! ¡Eres una guarra!
Todos callan. No es para tanto, y reír sienta bien para que los niños coman mejor.
Pero sólo ellos lo creen.
-Hazme lo mismo que le haces a las uvas.
El primer día, vomitó y vomitó. El segundo, también. Y el tercero; y todos los días siguientes a ese tiempo muerto.
-¡Eres mi mejor lengua de uva! ¡Y estas curvas!..., ¡y estas piernas! ¡Ya eres una mujer!
Al sentirse, por él, una mujer, no quiere serlo nunca. Y entonces, en vez del color rosa, blanco o cualquier otro, prefiere el color negro.
-¡Pero hija!- le riñe su madre-. ¿Esta es la moda que te gusta?
El negro es como ir vestida de sombra, que es lo que ella quiere ser. Porque las sombras, cuando pretendes tocarlas, se desvanecen aunque se tengan garras de bestia. Es inútil atraparlas, obligarles a nada, porque solamente se consigue agarrara aire oscuro sin cuerpo. Pero, a pesar del color negro, la sombra desaparece al quitarle la camiseta, y al descubierto quedan sus tiernos pechos de niña, que todavía no necesitan de sujetador, y aunque rosados, son sucios, toda ella lo es, repugnante y sucia como un estercolero.
-¡Hija mía, como el amor de un padre, no lo encontrarás nunca! ¡Te lo digo yo, que soy tu padre y te quiero tanto!...
Si el amor de un padre es el mayor, el tiempo muerto de sus días ya queda enterrado, porque son los restos de la vergüenza, de los excrementos del alma, los segundos que ya no se pueden vivir sino apartados de la luz. “Como el gato que se murió. Está debajo de la tierra, buscando raíces, y nunca maúlla cuando estoy despierta; sólo cuando duermo aparece en mi ventana, y entre sueños me levanto, llorando sin saber por qué, le pongo un plato con leche; entonces, cuando dejo de llorar y me vuelvo a acostar, el gato vuelve, y se la bebe”.
Cierra los ojos. Ya vuelven los sueños.
Mientras corre en la fuente el hilo de transparencia, sueña que tiene unos tres años. La figura que se ve en el sueño no lo sabe, pero ella, desde fuera, al verse, lo comprende: corretea en su casa arrastrando por el pie a una muñeca, y se confunde esa imagen paseando por las calles; la lleva su madre cogida de la mano. “¿Pero dónde están sus manos? Sólo veo sus dedos entrelazados a los míos”.
Su madre está en el cuarto de al lado, llorando. Ha puesto la radio, para que no la puedan escuchar. Pero es inútil, porque Lengua de Uva, al bajar los párpados, la ve tumbada en la cama, y escruta las sendas de sus lágrimas, inundadas de agua. No ha comido nada, porque dice que le duele mucho la cabeza. Pero no llora por eso: llora, porque siempre llora a escondidas; su padre dice que son manías de loca, pero ella sabe que cuando le duele a una algo, nadie se pone junto al enfermo para reírse. Lo ha visto muchas veces, porque, cuando va a ver a sus amigas, que ese día no han ido a la escuela, sus padres las dejan tranquilas, a solas con los tebeos, y les llevan caldo, y las tapan, y si lloran entonces les dicen que no lloren, que ahí está su peluche, ese oso tan valiente, tapado también, para velar por ellas si es que ellos andan ocupados, y que se pondrán buenas muy pronto. Entonces, ¿por qué está su padre con ella, riéndose? Entre las risas se oyen los gemidos de su madre, y Lengua de Uva no entiende nada. Entonces, ella también llora, tira con rabia su muñeca, y se coloca junto a la puerta del dormitorio, y su llanto es cada vez más intenso, más y más enérgico, hasta que la puerta se abre, chirrían las bisagras, y ve los ojos de su madre, enrojecidos, la nariz le gotea, y sus labios sonríen, tal vez ya no le duela la cabeza, qué bien, ahora llora ella pero su madre no, y además no le duele nada, bueno, tal vez el pecho, porque ha berreado mucho, lo necesario, hasta conseguir que su madre acudiera.
Abre los ojos. Un pájaro vuela entre dos ramas. Aún siente que su madre la coge en brazos.
-¡Ya pesas mucho! ¿Por qué lloras?, ¿eh? No llores, no llores…
Ella la abraza, quiere quitarle las manchas que tiene en el cuello. Son lunares muy grandes, debajo de las orejas. Tan grandes como la palma de su mano, y morados. Pero las manchas no se quitan con la saliva de sus besos: serán manchas de un pintalabios nuevo que su madre todavía no sabe usar demasiado bien.
-Vamos a bañar a tu hermano, ¿quieres?
Cuando lo baña, en las burbujas y en la espuma Lengua de Uva revive su infancia más tierna. Sabe que tanta agua es para su hermano, que es muy pequeño; así que quiere meterse adentro, pero no por ella, que ya es más grande, sino para lavar a su muñeca, que también es pequeña. Su hermano le tira un sonajero, ella le lanza la esponja, y a su madre le ha salpicado el agua, porque tiene los ojos mojados, y rojos, por el jabón.
Se aproxima a la fuente. Dos ranas saltan súbitamente y una sonrisa se le escapa, porque con sus brincos han roto el silencio del otoño.
“Ya será la hora”, dice al beber del charco, mientras las ranas la miran sin saberlo ella, tan sólo sus sueños las ven bajo el agua, tranquilas, quietas, al acecho, con cuerpo desfigurado por las ondas y el viento. Frente a ella, los edificios de la ciudad. Un coche negro, muy grande, pasa por un camino lejano zigzagueando como una serpiente.
“Ahí va mi madre, vestida muy bien, con su vestido hasta los pies, sus zapatos de los domingos, muy seria, tumbada con las manos entrelazadas, y qué anillo tan bonito, era el de mi abuela. Él no está. Se marchó con dos hombres, llevaba las manos atadas. Iba tan guapa… Yo le decía cosas, pero ella no me hablaba, porque estaba muy dormida, no le dolía nada, y todavía no sabía muy bien pintarse los ojos, porque tenía manchada la cara con lápiz muy grueso, y la nariz muy chata, y algo abierta por los lados. ¿Habrá vuelto a por mí? ¡Eso será! ¡Que ha vuelto para decirme las cosas que yo quiero!”.
Sin pensarlo, corre detrás del coche. Lo ve más cerca, conforme su corazón se acelera. Ahora, ahora lo ve mejor, hasta puede tocarlo con las yemas de los dedos. Pero, detrás de sus cristales, dos personas mayores, que no conoce, la miran al compás de una ola de tierra.
-¡Cuidado, niña!- le gritan al bajar las ventanillas-. ¡Pero chiquilla!, ¿es que has perdido la cabeza?
No está su madre. Parece que nunca tendrá esa suerte estando despierta. Otra vez ha confundido las cosas, y abriendo mejor los ojos se dirige a la escuela, porque ha escuchado la sirena.
Ya en la puerta, aún le palpita fuertemente el corazón.
Un grupo de niños mayores salen en tropel. Carcajadas, besos maternos, empujones y despedidas entre carteras pesadas, llenas. Ahora, aparecen niños más pequeños, hasta que ve al más canijo, al que no lleva abrigo, que arrastra una cartulina; mira muy bien sus labios, sus dientes de leche, para verla alguna sonrisa.
Ahora, qué pronto ha sido, ya ha soltado al viento la risa, porque un niño le ha dicho algo sobre la cartulina, quizá que es muy bonita, la mejor que nunca haya visto en toda su vida, y Lengua de Uva quiere cerrar los ojos, para agrandarla, multiplicarla, y conseguir revivirla tantas veces como quiera verlo sonreír; compararla con la de su madre, cuando le decía tonterías, niña de sus ojos, cuerpo de sus sueños, piel de sus entrañas, y poder mover esos labios al antojo del deseo, cuando esté sola y no quiera recordar sino las sonrisas.
Siente que el corazón se le escapa del pecho, y sin pensar se acerca a ese niño de flequillo picudo, al menguar la distancia ve su cuerpo más grande, su sonrisa mucho mayor que las que tenía guardadas en su memoria.
-¿Quién soy?- le dice tontamente, mirando fijamente sus ojos de gorrión inflado por el frío.
El niño la besa, deja en su piel saliva de infancia secreta, y su sonrisa es tan grande como nunca sus sueños pudieran imaginar.
-¡Es mi hermana!- les dice a voces a todos los que ve, aunque nadie le hace caso, porque eso es tan normal…-. ¡Mi hermana! ¡Ya has vuelto!
-¡Eso es!
-¿Dónde has estado? Todo el mundo te anda buscando y están muy enfadados porque otra vez te has ido. ¿Te vas a venir otra vez conmigo al hogar? ¡Estoy más solo allí!... ¡Y se siguen metiendo conmigo! Hoy toca arroz; me gusta, porque se tiene que masticar poco.
-Sí: me voy contigo, al hogar.
-¡Verás cuando te vean! Harán que te laves, porque vas muy sucia.
-Sí, estoy muy sucia.
-¿Y vas a volver a venir a la escuela? ¡Tenemos libros nuevos! ¡Mira, en este ya pone mi nombre! ¡Y en esta cartulina he pintado un montón de colorines, con las ceras! ¿A que parece un arcoiris?
-Sí; a la escuela. ¡Qué bien pintas!
La mano de su hermano es tan tierna como la de su madre, cuando la peinaba o le untaba crema para los golpes.
-Hija, mira que te caes veces…
Y tan caliente, que no desea recordar cuando las de ella eran tan frías, allí, en el coche grande, tan seria, tan dormida, y tan mal pintada la cara, sino recordarlas blandas, seguras al darle la mano, y tan ligeras para hacerles jerséis de lana.
A su lado, desaparecen sueños que no desea soñar. No del todo, no cuando ella quiere; pero solamente permanecen ráfagas de un extraño viento callado, que los hace ser menos grandes, menos reales, con más cuerpo de sombras.
-Bueno…, la verdad es que los libros no son nuevos, porque algunos ya tienen hechos rayajos. Pero yo se los borro, y les pinto nubes de muchos colores.
-Las nubes son más bonitas que nada. Sobre todo, las que tienen muchos verdes y azules. ¿Quieres que juguemos a contarlas?
-¡Sí…, juguemos a contarlas! ¡Pero no hagas trampas!
-No…
-Prime.
-Segun.
Relato finalista del II Premio de Relato Corto “Entre Libros”. Linares, 1.999.