El tren está abarrotado.
En su procedencia
se subió un viajero
y lo estoy mirando.
Lo recuerdo.
Hubo un tiempo
en que fue un vivo.
Ahora es una ráfaga desesperada.
Me dice que soy viajera
y quiere volver a serlo
para medirme en los dedos
el anillo de plata con perla
de los jóvenes años.
Me recuerda.
Le digo que se siente
y mire los paisajes azulados
porque no deseo más anillos.
Me suplica No lo escondas
lo veo brillar en tu dedo.
Y en mi quieto cuaderno
le dibujo un sueño lunar
para que duerma -como entonces-
en los latidos entre mi cuello.
Dos viajeros de mi estación
también lo están mirando
y le indican para que se marche
y no me entristezca con sus lamentos.
Pero se queda sentado en el suelo
para romper la cuerda gris
por la que subieron apresurados
sus últimos pensamientos de viajero.
Yo estoy sentada.
Tranquilamente.
Los observo en silencio.
Los dos viajeros se me aproximan.
Uno es anciano.
Joven el más delgado.
Me dicen que no los abandone
en ese lugar de viejos huecos
que guardan jilgueros atados.
Que nacieron entre olivos
y sudores jornaleros
-adonde tú vas-.
Yo les suplico que se sienten.
A mi lado.
Me preguntan cuál es mi lado.
Contesto El izquierdo.
-Como el nuestro-
La muerte recupera las memorias
de los extraños viajeros.
Avanza el tren.
Miro mi mano y no hay anillo.
Nunca lo hubo en mis pasos
por más condena que fuese el mundo.
El primer viajero se desvaneció
en los naranjos de enero.
Me dejó un beso negro.
Miro mis sueños y están llenos.
Los dos viajeros me relatan
el antiguo cuento que afirma
que nunca viajamos solos.
Reímos –los recuerdos-.
Las luces de los andenes
pasan con la rapidez
de un cine de verano
que se abriera con lentitud precisa
en un alba desconocida.
Y al sujetar la maleta
tres manos –una por una-
se unen a una cuarta
que me espera en esta tierra amada
-Hola, hija. ¿Aquella es la estrella del amanecer?-
mirando sus ojos somnolientos.
El tren ya está adonde ellos vayan.