Se va ocultando el sol entre el oeste.
Las ventanas, sucias de la arena sahariana de los últimos días de calor,
denotan a las claras que allí parece que no vive nadie. Sin embargo, es un
hospital. Con sus trajines de carros y sus pasillos de enfermos y sus
familiares de enfermos y sus enfermeras con cara amarga y modos cuarteleros, es
un hospital. En un hospital vive el tiempo. El tiempo que nos sobrepasa el
cuerpo, el lugar donde dejamos a éste a su modo de perderlo o ganarlo y el
único lugar en donde se pueden encontrar a muertos. Muertos que se nos
agarraron convirtiendo nuestra sombra en el sudario de su adiós y que igual los
vemos en el número de una habitación que en el pasillo de un tren durante la
noche al ser solicitados para una estación de llegada. Muertos que son vivos y
que solamente desaparecieron un día de nuestras vidas en continuo pasaje a la
muerte. Muertos que trabajan por un poco de sueldo. Muertos conformistas, que viven si los
recordamos. Y luego están los otros, los demás muertos: aquellos que se
aparecen en sueños. Estos muertos que hablan robando al vivo su palabra y que
actúan imitando a los vivos, pero a nadie engañan porque al abrir los ojos ya
nunca vuelven a ser vistos excepto en sueños y vuelven a morir. Y quién dirige
un sueño, si ya se sabe que los sueños jamás aceptan calendarios, programación
ni órdenes, no puedes decirles ven esta noche o lárgate de mi cuarto y de mis
ojos. Ella dice que tuvo un bonito sueño de muertos. Que soñó que tenía los
noventa años que tiene y que las calles piedras y en donde las casas eran los
peñones que hay junto a la suya pero con aspecto de grandes casas que nunca ha
visto. En una inmensa pared blanca se movían con el viento papeles oscuros con
frases que no entendía. Olvidó decirme en su relato que no sabe leer y yo
escuchándola no olvidé que lo sé. Una puerta abría esa pared blanca y ante ella
estaba su padre con edad joven. Sonriente va hacia él. Hacía tantos años que no
lo veía, ni siquiera en fotografías, pues eran muy caras y ellos muy humildes y
jamás pudieron retratarse en esa temprana edad de la pobreza. Tantos años que
parece magia que con los ojos cerrados, dejados los cuerpos abandonados a su
suerte, una pueda conseguir volver a ver el rostro del hombre que con mucha
menos edad que ella tiene le dio la vida. Una muchedumbre se hallaba tras de
él. Llamándola. Reclamando su llegada. El hombre joven mantiene la puerta y grita
a su hija anciana que se aleje.
-¡Ella no
tiene nada!
La puerta es un chillido
imparable de rostros apresurados y palabras que chocan entre sí.
-¡Ella no
tiene nada!
Habrá tanta gente con ganas de
volver a ver a sus amores perdidos en los destinos y los misterios. Tanta gente
que en la cama de un hospital o en las camas de sus casas cierren los ojos
esperando ver la figura de quienes amaron, porque ya no recuerden cuántas
líneas atraviesan las palmas de sus manos o el tono con que su voz repasaba el
alfabeto. Ella continúa queriendo acercarse.
-¡Vete al foco!
Su padre no cesa de gritarle.
-¡Vete!
En qué lugar del corazón se
hallará que un hombre joven pueda ser el padre de una anciana.
-¡Vete al foco!
Y que ésta obedezca las palabras
de ese joven como si aún fuese una niña.
-Cuando miré el foco ya no había
nada, tampoco mi padre, ni se oían gritos. Estaba yo en el campo con mi
perrilla y mi amiga. Qué bonito sueño. Qué guapo era mi padre.
Los sueños con los muertos que
simulan estar vivos y lanzan sus gritos de advertencia, qué serán, sino
palabras que mudaron el tiempo que tocamos como propio.
Y los pasillos del hospital
siguen llenándose de enfermos y familiares de enfermos y enfermeras con cara
amarga y ascensores vacíos que indican con voz metálica las plantas que
recorren y luces del oeste en las ventanas de arena y los ojos de ella
recordando el sueño como si fuese un bonito cuento donde la muerte no existe,
tan sólo aquellos muertos que eligen en qué sueño quieren vivir.